por Carlos S. H.
Publica La Web Sense Nom per cortesia de Carlos S.H. (derechos de copia)


El autor con unos colegas en en la clínica Nuestra Señora de la Paz de Madrid.

No era fácil en 1977 encontrar curas de deshabituación a los opiáceos. Entendámonos, no es que uno tuviera demasiadas ganas de desengancharse, si no que el juez que estimó mi caso consideró que ese era el único modo de evitar la cárcel. Mi delito había sido entrar por una ventana a una farmacia y tomar prestado el armario de los estupefacientes. Era la primera, después vendrían otras muchas, No puedo dar nombres, porque no se si los delitos han prescrito. De aquella las estanterías rebosaban de narcóticos, con muchos específicos que no se encuentran hoy, como el Palfium, cuyo prospecto vendía que era 20 veces más potente que la morfina. Y si es cierto que el speed-ball de Palfium con clorhidrato de coca de farmacia es el chute más potente que yo he probado nunca. También había Eucodal, Eucosan, Septa-Om (metadona en ampollas de un laboratorio suizo), Metasedín, Pantopón, Dolantina, Dolanquifa, Morfina en tiza y en ampollas, generalmente de los laboratorios Arrans (Sevilla) o Castillo (Gijon). Una vez conseguimos ampollas de morfina con adrenalina. Demasiada taquicardia. También etilmorfina, que no se puede inyectar, pero que ingerida si colocaba. Muchos de los preparados se vendían en comprimidos y supositorios. Solía haber también frascos de opio, en láudano, en polvo o en piedra. Una piedra marrón oscura con desagradable olor a pies, pero en la que si clavabas un cuchillo caliente se hacía gomoso. Y luego estaban las sorpresas, como cuando encontramos en una botica un frasco de sulfato de morfina o uno de clorhidrato de heroína, pero fabricado por el boticario. Era color marrón claro, parecido al caballo turco, con un fuerte olor a vinagre, no como el tailandés, y muy puro; había que usar una cantidad minima, la punta de una navajita. El caso es que alguien nos delató (siempre tuvimos sospechas, pero ninguna certeza) y diez días después los estupas se presentaron en casa. Cierto que nos habíamos pulido casi todo, desde luego el frasco de 5,00 gramos de clorhidrato de cocaína había durado un par de días y las ampollas…quedaba solo algo de morfina en tiza y un frasco de opio en polvo cuando la pasma nos apuntó con sus pipas y nos amenazó. Al primero que se mueva le meto un tiro en la barriga, dijo uno. Tuvo gracia que a pesar del nulo montante económico del robo, – el valor de las drogas no llegaba a las 500 pesetas ( 3 euros) en total- padecimos una atención mediática y judicial similar a la de una banda de narcotraficantes. Hay que recordar que éramos los primeros detenidos en Asturias por un asunto de drogas “duras”. Y que en aquellos tiempos, un delito así implicaba que te juzgaran dos veces. Una por la ley de peligrosidad social en La Coruña y otro en la audiencia provincial por presunto uso y trafico de drogas. El juicio por peligrosidad social era peliagudo. En caso de ser condenado la pena consistía en ser ingresado en un psiquiátrico penitenciario. Había dos, uno en Carabanchel (Madrid) y otro en Picassent (Valencia). Y eso eran palabras mayores, hablamos de cárceles-hospital donde cumplían condena psicópatas de todas clases, muchos de ellos a perpetuidad. Un lugar horrible donde tu salud mental se despeñaría por la taza del váter a poco que tuvieras que pasar unos meses de vacaciones allí. Por suerte, este juicio dependía del informe del forense, que tras un breve interrogatorio decidió no considerarnos especialmente “peligrosos” y fuimos absueltos. Pero aun quedaba el “otro” juicio, que tardaría unos años en llegar. Y mientras tanto, encerrados. Quince largos días de prisión mas tarde, el juez de primera instancia aceptó una fianza y un tratamiento. Condición sine qua non para volver a pisar la calle y sentir el tibio sol de octubre calentando los huesos. El problema era encontrar una terapia real, enfocada hacia el abuso de opiáceos, porque no existía. Algunos conocidos que habían desertado de la mili años atrás refugiándose en Ámsterdam y que de vez en cuando volvían a España con pequeños cargamentos de tripis (Secantes, Window open, Estrellas rojas, Vulcanos) nos hablaban de El Patriarca, una comuna que había fundado un visionario francés, Lucien Engelmaier, en Toulouse y que se iba expandiendo por el mundo, aunque aquí aun no funcionaba. Creo que el primer Patriarca en territorio español se fundó en Valencia en 1979. También nos hablaban de la metadona que el sistema sanitario holandés sufragaba a los yonquis. Pero nada de eso estaba a mi alcance. Ni siquiera los psiquiatras convencionales tenían entonces el más mínimo interés en tratar una adicción que no parecía contar con muchos clientes. Eso si, un par de años mas tarde, cuando los usuarios aumentaron exponencialmente y el negocio prometía ser próspero, casi todos se apuntaron.
Al final, resultó que estar matriculado en la universidad –aunque no la pisaba- servía de algo. La matricula incluía un seguro medico que costeaba tratamientos para pequeñas perturbaciones psiquiatricas. Que tuvieran que ver con los estudios, claro.
Así que un día me vi camino de Madrid, para ingresar en la clínica Nuestra Señora de la Paz, atendida por los hermanos de San Juan de Dios, situada en la calle López de Hoyos, al final, ya casi llegando a Arturo Soria.

El hospital estaba edificado en una colina, como los caserones de las películas de terror, aunque era una construcción moderna, de ladrillo y cristal. Se elevaba majestuoso sobre los alrededores, en ese tiempo casi todo solares rebosantes de yerbajos y ratas, alguna casa baja y dos o tres bloques de pisos. Un pequeño y cuidado jardín francés delante de la puerta principal y unos cuantos pinos polvorientos rodeaban el sanatorio. A pesar de estar rodeado de muros, vigilado por cámaras y con una barrera levadiza como las de las fronteras, pronto descubrí que no dejaba de ser un “encierro” muy soportable.

Nada más llegar y firmar el ingreso, me pusieron a dormir. Antes de que me clavaran la aguja pude ver una mesita de acero con unas cuantas ampollas de diferentes colores y tamaños. Nunca supe los medicamentos que usaron, pero estoy seguro por los efectos de que incluían neurolépticos, hipnóticos, barbitúricos y algún analgésico de espectro bajo. Así que para tratar un simple síndrome de abstinencia que incluso a pelo no iría más allá de una diarrea combinada con lagrimeos y bostezos incontrolados y algo de nerviosismo y ansiedad, me inyectaron un coctel de antipsicóticos que sedarían al propio Anibal Lecter.

Desperté del letargo cinco días después. Yo pensé que llevaba unas horas dormido, aunque la debilidad, la piel amarillenta, el caminar errático y sobre todo una delgadez aun mas extrema de lo normal en mi me asustaron. De los días hibernados apenas recordaba nada. Se que un tipo de bata blanca con gafas y cara de sapo me limpió el culo y a veces me daba un zumo con sabor a melocotón. Era un hermano enfermero También una noche me pareció ver una sombra que merodeaba por mi cuarto, abriendo cajones, revolviendo en el armario, pero en las habitaciones de los “durmientes” no había nada, solo estabas tu y tu delirio. Y el sudor con olor a éter.
Al día siguiente tuve mi primera entrevista con el psiquiatra. Los que íbamos por el seguro no nos podíamos permitir escoger como la gente de alcurnia que vegetaba allí y a los que iban a visitar cada mañana famosos loqueros como Vallejo-Nájera o López Ibor, incluso Castilla del Pino tenía algún paciente allí. A mi me cayó encima un joven internista demasiado influenciado por Freud. Y como buen freudiano todas sus preguntas iban encaminadas a El sexo. ¿Le mirabas los pechos a tu madre? ¿Sientes deseos de sodomizar a tu novia?…aunque en aquella primera consulta solo me dijo que estaba más enganchado de lo que ellos creían y que por eso me habían tenido tantos días adormecido, así que hasta la próxima visita en quince días solo tenía que hacerme a la rutina del centro.

Perfecto. Lo primero era tomar contacto con el ecosistema, su fauna y su flora. Toda clase de gente pululaba por allí. Algunos eran novatos, chicos jóvenes con su primer brote de esquizofrenia recién estrenado, acojonados tras su primer shock de insulina. Los ataban de pies y manos a una mesa acolchada –para evitar que en el choque se hicieran daño- y les inyectaban una dosis enorme de insulina, provocando una descarga cerebral muy parecida a la del electro-shock. Pude ver en una ocasión a un chaval pataleando sobre la camilla. Cuando salían de semejante trauma, un rictus de estupor comenzaba a dibujarse en sus facciones planeando mantenerse allí por un tiempo. Pero había otros aun mas desgraciados, los que llevaban varios ingresos, tipos sumisos como corderos tras recibir toda clase de agresivos tratamientos farmacológicos. Deambulaban por los jardines con los brazos colgando y la mirada perdida, atiborrados de Haloperidol. Estos, en sus momentos de lucidez eran muy infelices. Como Mariano, hijo de un famoso periodista, un esquizo de libro al que visitaba la virgen María todas las noches, y que conocía su futuro: El centro de irrecuperables de Ciempozuelos, el manicomio. Había tipos singulares, como el cubano, un barrigón viejo con un agujero en la cabeza del tamaño de una pelota de ping-pong. Decían que antes de la lobotomía había matado a dos personas. No se si era verdad o una patraña de sanatorio. Estaba Miguel, que saludaba al sol en el patio todas las mañanas, un Hare Krishna al que su familia intentaba recuperar. Rocky, un musculitos que caminaba horas y horas sin cesar y sin hablar con nadie. Había alcohólicos, la mayoría a tratamiento con Colme y alguno mas veterano en espera de injertarse bajo la piel un antagonista de acción prolongada. Una bomba de relojería dentro de tu cuerpo, esperando el momento de estallar. Aunque algunos –como un controlador de Iberia cuarentón- no vieran otra salida, ya que se bebían botellas de ginebra como si fuera agua. Todavía me acuerdo de un medicado con Colme que se bebió toda la colonia que se pudo agenciar mezclada con cocacola. Y en realidad sabe bastante parecido a un cuba libre, aunque el hombre se puso a morir.

Pero la cabra tira al monte, así que enseguida me hice amigo de los freaks, un yonqui de Carabanchel que vestía como Keith Richards, ingresado solo para un par de semanas y algunos fumetas a los que papá había pillado con hachis. Pero un día yendo al taller de terapia ocupacional, aquel hermoso salón donde podías relajarte fabricando un cenicero o pintando un cuadro, un tipo de barba que no hablaba con nadie se me acercó. Tengo unas ampollas de morfa, me dijo. Hostia! Son del 0,1, pero te las dejo baratas. El problema era que el dinero estaba restringido, así que para comprar un par de ampollas debía acumular el peculio de varios días. Me gustaría saber de donde las sacaba, pero por supuesto no me lo dijo. Yo ya tenía controlada la farmacia. Estaba en la planta baja. El problema era que para acceder había que pasar por delante de la recepción, donde se pasaba la noche en vela un becario estudiante de Psicología, y el tipo no dormía nunca. Por más que lo vigilé, no le pillé dormido. Y por la parte de atrás no di con ninguna manera de robar en aquella farmacia. Una pena.

Al final pude comprarle unas cuantas ampollas. Un chute de 0,10 miligramos de cloruro mórfico no es gran cosa. Sientes un calor recorriéndote el cuerpo, unos pequeños picores y un relax de entre dos a cuatro horas. Pero conseguir eso en un sanatorio mental es mucho más que nada y más de lo que seguramente sería posible hoy día.

Así iban pasando los días. Siempre había animación. Algún depresivo conseguía colarse en la cocina y apoderarse de un cuchillo. Unos amenazaban con degollarse y otros directamente se cortaban las venas. Había más de un paciente con las muñecas vendadas. O venía una visita. Era muy curioso, cuando la familia de un paciente conseguía pasar a verle, los internos mas drogados revoloteaban alrededor de ellos, pidiendo tabaco, dinero, atención, eran auténticos pedigüeños profesionales. Nosotros también acudíamos al reclamo, ya que normalmente era la única manera de ver mujeres en aquella residencia tan varonil. El comedor también era puro espectáculo. Mesas en las que aquellos risueños enfermeros frailes alimentaban a cucharadas a los catatónicos. Otras en las que babosos medicados con neurolépticos se atiborraban de comida como cerdos en la duerna. Por supuesto los cubiertos eran de plástico. Y siempre había alguien a quien le daba un ataque y tenían que sacarle a rastras.

Yo seguía intentando convencer a mi medico de que me encontraba bastante bien y que si no me daba el alta, al menos debería darme permiso para salir por las tardes. No se si comenté que el sanatorio era de régimen abierto. No para todos, claro. Y, por fin, me concedió el visado, ya podía pasar unas horas en la calle. Explorando los alrededores, dimos con un bareto pequeño donde se podía comprar costo y tomarse una Mahou y las tardes empezaron a hacerse más llevaderas.

Un mes más tarde, tras casi tres ingresado, el internista don Juan Manuel García me dio el alta. Cogí un tren que me devolvió a casa y nada más llegar llamé a U. por teléfono. ¿Qué tienes?
Pero esa es otra historia.