Nostalgia y represión policial.

Un article de Mariano Antolín Rato


Miguel Pizarro amb Mariano Antolin Rato, 1969
Fotografia de Charo Prada

El azul de ahí arriba debería tener siempre ese matiz vibrante. Hace tan buena tarde que es como si hubieran descorrido las cortinas del cielo para que entre el sol. La espumosa superficie del cercano mar homérico destella después de las dos primeras caladas.

Enseguida se nubla todo. No hizo falta demasiado. Bastó con que la memoria empezara a traer aquí delante, a la pantalla del ordenador donde los recuerdos quedan traducidos en palabras, unas presencias ya para siempre lejos de cualquier contacto físico. La muerte, nadie ignora, jamás perdona. Y con los años se ha ido cebando sobre demasiados hombres y mujeres; y a veces cuando sólo eran chicos y chicas. Lo mismo que le pasa al escorpión de la fábula –ése que pica al sapo sobre el que cruzaba un río, ahogándose los dos–, está en la naturaleza de la del esqueleto y la guadaña llevarse por delante, si no todavía a uno, a muchos que dejan un poco más solo.

Ya estuvo bien de arranques elegiacos impropios de un día tan soleado de octubre como hoy, ¿verdad? Entre tanta ausencia –y también con la proximidad, aunque estén a muchos kilómetros, de otros supervivientes o recién salidos a la lucha–, lo que en realidad se alzan son sombras siniestras muy concretas, con nombre, apellido y, en especial, chapa de policía. Inevitablemente, y ahora que llevan haciendo el mal decenios –los que sean, pues nunca me gustan los aniversarios, y menos si lo son de cuestiones siniestras–, se entremezclan con momentos casi felices que ellos, los cabrones, con frecuencia echaron a perder.

Los primeros que nos cayeron encima, allá en otra glaciación –así suenan los años finales de la década de 1960–, pertenecían a una, creo que se llamaba, Brigadilla de Estupefacientes, recién establecida. Su jefe, Mato Reboredo, antes de mandarte p’lante por consumir lo que entonces se llamaban petardos, trujas o, como ahora, canutos –lo de porros queda para quien no los ha probado–, solía darte una teórica paternalista. Una vez, durante un interrogatorio, le dijo a María Calonje, que aún sigue conmigo y consigo, refiriéndose a Eduardo Haro Ibars y a mí: “Esos chicos fuman grifa y empiezan con lo de las flores. Terminarán en la cama uno con otro queriéndose mucho con vestidito rosa”.

Luego, tras pasar por los calabozos de la Dirección General de Seguridad –hoy, con otro nombre, también en la Puerta del Sol, ocupada por las huestes de Esperanza Aguirre con ganas de hacer lo mismo que entonces–, llevaban dentro de un furgón policial a los juzgados de Salesas. Allí, después de quitarte las esposas, pasabas ante el juez de Peligrosidad Social. Su nombre, Carnicero Espino, no es inventado, aunque lo parezca. Éste, viendo lo nervioso que estabas –¿y cómo coño ibas a estar si no en aquella situación?–, decidía que eras un drogadicto perdido. Por eso, para que te curaras, condenaba a un “periodo de templanza”. Traducida esa jerga jurídica a términos reales, significaba que te encerrarían unos meses en un Centro Psiquiátrico Penitenciario.

En el caso del que estoy escribiendo en concreto, mi ingreso en el de la cárcel de Carabanchel, en Madrid, después de un traslado en otro furgón policial, o “canguro”, supuso un respiro. Pasado el registro, y una vez “dentro” de verdad, salió a mi encuentro Rafa Aracil. A él, viejo amigo y buen guitarrista de blues obligado a ganarse la vida tocando con los vomitivos Juan y Júnior, ya lo habían trincado por otro asunto que implicaba, aparte de consumo, tráfico a pequeña escala. Lo primero que me dijo fue: “Aquí no se está tan mal. Uno ya no tiene paranoia”. Le respondí, puede que sólo mentalmente: “Pues claro, tío, si la paranoia te ha atrapado”, antes de acompañarle a la sala de la televisión donde ponían una película de lo más apropiado: El último refugio. Se trata de una de las clásicas del cine negro que dirigió Raoul Walsh. La protagoniza Humphrey Bogart, que hace de gángster, aparentemente desalmado. Cuando más duro e implacable se mostraba, los gritos de ánimo de los asistentes arreciaban.

Porque, como se imaginará, aquello no era precisamente un coro de ángeles alados. Uno de los internos a los que traté durante los días siguientes estaba allí por atraco a mano armada. Según él, lo habían detenido al denunciarle un espectador de Investigación en Marcha, un programa de TVE que fomentaba la delación. Como no podía soportar el encierro, después de varios intentos de suicidio –tragarse los trozos de una botella de cristal había sido el último– decidieron someterle a tratamiento psiquiátrico. Volviendo a lo que significaba en la práctica: le administraban unas pastillas que deberían servirle de camisa de fuerza mental.

Otro, más pacífico, se había prendido fuego y lanzado contra Franco en un frontón; sin conseguir su propósito. Al parecer, de niño vivía en Guernica cuando la bombardearon los nazis que durante la guerra civil ayudaban a Franco. Quería que éste pasara por un espanto parecido. Años más tarde, y muerto al fin el objeto justificado de su odio, me enteré de que era diputado en las Cortes Vascas.

Había muchos más, por supuesto. Entre ellos uno apodado el Maño. Estaba allí, creo recordar, por una cuestión de aborto, entonces –y espero que no vuelva a serlo en el negro futuro político que nos espera– ilegal y muy castigado. Su cargo era el de cabo de galería, y salía bastantes días a hacerles recados o chapuzas a los funcionarios. Gracias a eso, mi situación adquirió caracteres de privilegiada. Un amigo mío, Miguel Pizarro, estaba suscrito al Playboy, y la revista, una vez en manos del Maño, se convertía en pasta para él con la venta, una a una, de sus fotografías recortadas.

Sin embargo, el más pintón, y con mucho, era un atracador comme il faut. Guapo, rubio, corso, le había alcanzado una ráfaga disparada por la policía cuando salía de naja con una porrada de millones. Rodeado de una corte de delincuentes de poca monta, bajitos, renegridos, barriobajeros, recorría el patio las horas de recreo poco menos que repartiendo bendiciones papales.

No se vaya a creer –o sí, créase, da lo mismo– que esos fueron mis primeros contactos con gente de la mala vida. En aquella época en que mi madre se quejaba porque anduviera con malas compañías –lo hizo hasta el día que le contesté que las madres de otros amigos decían que la mala compañía era yo–, el rock and roll constituía un modo de vida. Aún no se había convertido sólo en negocio y, en mi ambiente, estaba unido al consumo de cannabis, elemento que facilitaba el derribo de barreras sociales –hace un tiempo oí o leí a Moncho Alpuente referirse a algo parecido–. Compartir un canuto, aparte del carácter simbólico del acto en sí de pasarse algo literalmente de boca en boca, significaba complicidad. Y con gente que, en mi caso –uno no elige dónde, cuándo ni en qué medio social nace–, difícilmente habría tratado. Así, por medio de dílers –el término “camello” aún no se usaba– de barrios como Vallecas, de ex lejías, de traficas de la áspera “grifota malagueña” o del polen que traían de Marruecos y querían que pasase por hash, hubo temporadas que mis relaciones les resultaban, digamos, insólitas a los estudiantes izquierdosos con los que había intimado hasta entonces.

Con todo, se comprenderá, que en el trullo tratara preferentemente a amigos y conocidos. Por ejemplo Iván Zulueta, encerrado como yo por consumo de costo, que proyectaba rodar grandes películas –y, al menos, llegó a hacer una extraordinaria, Arrebato, protagonizada por otro de los amigos de entonces, Will More, nacido Joaquín Alonso Colmenares-Navascués y varios apellidos rimbombantes después–. Iván, que leía fervoroso los cuentos sobre el osito Winnie Pooh, expresaba su asombro porque yo siguiera, como si tal cosa –la procesión iba por dentro, pues uno trata de mantener el cool en cualquier circunstancia–, interesado por Zelda, la mujer de Scott Fitzgerald, cuya extensa biografía, con una pluma de pavo real en la cubierta, acababa de salir en inglés y estaba leyendo. Y encima, que gracias a mis privilegios, vía el Maño y los ejemplares de Playboy introducidos de extranjis, pudiera tener una celda para mí solo y quedarme en ella todo lo que quisiera. Tiempo en que, además, traducía a Gertrude Stein y tomaba notas para lo que un par de años después sería mi primera novela: Cuando 900 mil Mach aprox. ¿Suena el título a carcelario? Yo diría que no, aunque se me ocurrió allí una tarde que charlaba con Jesús Ruiz Real. Él, otro amigo de toda la vida, también estaba encerrado y me prestaba su ropa –no recuerdo por qué, pero la que me trajeron tardó mucho en llegar a mis manos–. Y era la ropa más moderna que yo hubiera usado nunca. Téngase en cuenta que Jesús, conocido por Gorosta, tenía en su agenda el teléfono privado de Mick Jagger. Y el de Keith Richard, Anita Pallenger, Bowie y otros personajes de lo más trendy. Podía tomar gratis todas las copas que quisiera –y las compartía disimuladamente con sus amigos– en un club de la calle Marqués de la Ensenada, en Madrid, que se llamaba, mira por dónde, Stones, con tal de que fuera por allí para decorar el ambiente.

Por suerte para mí, la estancia en el Centro Penitenciario no se prolongó mucho. Y gracias a la intervención de Rafael Llopis, médico y especialista en terrores literarios, al que había conocido por cuestiones editoriales y contribuyó a que me dieran la libertad. Como hace ya tantos años de eso, y no sé nada de él, puedo contar que posteriormente hice varios viajes de ácido en su compañía. Llopis tenía acceso, para experimentos, supongo, al lsd-25 que fabricaba Sandoz. Aún conservo enmarcado, ahí a la izquierda, uno de los prospectos del inmejorable Delysid. En uno de esos viajes, el estómago o diafragma me estaban dificultando un buen despegue. Llopis, entonces islamista psiquedélico, escribió en un cuaderno a mano un edicto de urgencia, que guardó por alguna parte, dándome permiso a mí, un ateo zen, para que eructase al estilo musulmán. Lo hice, y luego ya olvidé el cuerpo durante horas vividas como eternidades dentro y fuera del palpitante universo mental sin fronteras.

Iba a seguir contando otros choques con la pasma en compañía de Antonio Escohotado, el Tono de tantos grandes momentos; de Eduardo Haro Ibars, el que lo hizo todo antes que los demás. Pero me estoy pasando del espacio concedido. Además, alzo la cabeza y resulta que ya es de noche.

Desde la terraza, adonde he salido, una Luna en cuarto creciente aparece semioculta por la neblina. Tampoco resultan claros mis recuerdos. Estoy cansado y, sin embargo, conservo suficientes fuerzas para maldecir a los sucesores de aquellos policías. Siguen intentando amargarme la vida. De momento, y a pesar de los malos tragos que me hicieron pasar, no lo han conseguido.

Tampoco ellos se rinden, hay que joderse. Desde una de las casas más cerca de la mar de la mía, molestan las desabridas luces que contaminan la noche. Seguro que dentro se dispone a cenar un policía.

Publica La Web Sense Nom per cortesia de Mariano Antolín Rato (drets de còpia)

Aquest article ha estat publicat anteriorment a la separata EXTRA PROHIBICIÓN que va incloure la revista CAÑAMO el 20 de novembre de 2011.
Des de La Web Sense Nom agraïm a l’equip de CÁNAMO que ens hagi facilitat la publicació.

ref2298