por Fernando Mir C
La primera vez que hice dedo yo debería tener 10 años. Al salir del cole, que estaba algo alejado del centro urbano, en vez de coger el autobús solía intentar el autostop. Si me cogían, me ahorraba el precio del billete. Mi incipiente carrera como autostopista estuvo a punto de truncarse porque los curas enviaron una carta a mis padres amenazando con que si su hijo seguía comportándose como “un gamberro” -recuerdo exactamente el término- sería expulsado del colegio… En vez de resignarme, opté por ir andando unos 5 minutos hasta la siguiente parada del bus y poner allí el dedo, lejos de la mirada de los curas.
La novatada
Fue en 1970, ya con 18 años, cuando hice mi primer intento serio. Había leído hacía poco On the road y soñaba con emular a Jack Kerouac. Viajar barato, conocer gente, ver mundo, vivir aventuras… Con un amigo nos embarcamos en el canguro hasta Génova, con la idea de recorrer el norte de Italia en un par de semanas.
Nos paró algún coche, pero la experiencia fue un absoluto desastre. Cometimos todos los errores posibles. El exceso de equipaje (dos bolsas de viaje cada uno) fue uno de ellos… Tengo grabada la imagen de los dos caminando por una autostrada con el pulgar extendido bajo el implacable sol del ferragosto, amenizados por los bocinazos y los gestos de chufla de algunos conductores… Acabamos en el camping de un pueblecito de la costa donde descansamos, hicimos amistades, fuimos a la playa y a la discoteca… A la que nos dimos cuenta, nos quedaban apenas seis días para regresar a casa.
La vuelta por la Riviera italiana y -especialmente- por el sur de Francia fue muy dura. Dormimos varios días tirados en las cunetas. Algún coche nos recogió alguna vez, siempre para trayectos cortos, pero sobre todo recurrimos a trenes y autobuses.
Mejor viajar solo… a ratos
Quería viajar, pero mi precaria economía no dejaba muchas opciones. Así que al verano siguiente volví a intentarlo. Y la cosa funcionó mucho mejor. Varias fueron las claves: viajaba solo, mi equipaje era solo una mochila y utilizaba los ostellos (los youth hostels italianos) siempre que podía. Eran un gran recurso: ofrecían cama y comida a precios asequibles, podías contactar con jóvenes viajeros de diversos países y, generalmente, predominaba el buen rollo. Además, había siempre un tablón de anuncios en el que encontrar posibles compañeros/as de viaje.
De nuevo me embarqué hasta Génova con el canguro. Me llevó más horas de las deseables llegar hasta Pisa y Florencia, pero no me desanimé. Conocí en esta ciudad, en el albergue, a Juliana, una italiana de Cerdeña, que me propuso viajar juntos a Venezia, donde pasé varios días. Mi siguiente etapa fue Austria. En el youth hostel de Innsbruck contacté con Wendy, una chica americana que quería atravesar Suiza y se dirigía a Holanda. Con ella compartí, sin prisas ni agobios, cuatro placenteros días por Austria y Suiza hasta alcanzar Ginebra. Había una gran diferencia entre viajar solo y hacerlo acompañado de una mujer; aparte de que era bastante más agradable, los conductores eran menos reacios a recoger a una pareja (chico-chica) que a un hombre solo.
Temía el capítulo siguiente: tenía apenas tres días para hacer 860 km de Ginebra a Barcelona atravesando Francia. Me resistía a la opción de coger un tren directo; lo impidió un anuncio que vi en el youth hostel: Janice, una chica inglesa, quería llegar cuanto antes a Sitges, donde tenía trabajo en un bar. El viaje funcionó tan bien que, una vez en Barcelona, la acompañé hasta Sitges.
Pequeños trucos
Durante aquellos años hice también bastante autostop por España. Y no me fue mal. En ocasiones recurrí a alguna argucia, como una vez en la que quería ir a Madrid y aproveché un partido del Barça en el Manzanares contra el Atlético de Madrid. Si ganaba, el Barça se proclamaba campeón de Liga. Me enfundé una camiseta azulgrana y puse el dedo al final de la Diagonal. El éxito fue absoluto: a los 5 minutos me paró una pareja que me llevó directo a Madrid.
Las gasolineras, un buen recurso
Recuerdo otra vez en que atravesé Francia para ir a Amsterdam, donde vivía un hermano mío. Y luego proseguí hasta Copenhague, donde me esperaba una amiga. En esa ocasión perfeccioné un sistema -que luego repetí a menudo- consistente en parar exclusivamente en estaciones de servicio, cuanto más grandes mejor. Allí disponía de lavabos, comida y algún rincón para dormir si me pillaba la noche. Y, lo mejor de todo, podía entablar conversación con mis posibles conductores y seleccionarlos. Aunque también es cierto que no siempre acerté con la elección; viví algún episodio desagradable, pero fueron los menos.
Un episodio insólito de camino a India
La experiencia más rara que viví como autostopista fue sin lugar a dudas en mi ruta por tierra a la India a finales de 1977. Viajábamos cuatro. Salimos de Barcelona y tuvimos que cambiar varias veces de tren para llegar a Istanbul. Tras la paliza ferroviaria, decidimos proseguir con un descansado crucero por el Mar Negro en un barco llamado Akdeniz. El pasaje estaba compuesto básicamente por freakys camino de India, muchos de ellos con su furgoneta. Si no fuera porque nuestro camarote estaba infestado de cucarachas, inofensivas pero molestas, la travesía hubiera sido absolutamente deliciosa. Desembarcamos en Trabzon.
Estábamos a unos 1.500 km de Teherán y el viaje en bus o en tren desde Trabzon a la capital de Persia (la actual Irán) era muy caro. Fuimos a la carretera por ver si pasaba alguna de las furgonetas freakys que iban en el barco… Los cuatro en la carretera, cargados con bultos y rodeados de curiosos. Parecía de locos intentar el autostop, pero no contábamos con una locura superior a la nuestra: ¡Mustafá!
Mustafá, un hombre de unos 40 años, nos metió a los cuatro en la cabina de su destartalado camión, no paró de hablar (en turco), nos invitó a comer y nos atiborró a tchai (té) hasta el aborrecimiento. En los bolsillos llevaba un montón de billetes que iba repartiendo, ahora para una mezquita, luego para un ciego y su lazarillo… Mustafá paraba prácticamente en cada población. Y era muy bien recibido; todo el mundo parecía conocerle. Les contaba entre risas a los otros camioneros que encontraba en los tchai-shops que Joan era “doctor”, que yo era un profeta -supongo que por las barbas- y Fina y Montse nuestras esposas.
Ya de noche, Mustafá se desvió por una estrecha carretera perdida entre montañas, sin una sola casa, ni una sola luz, ni un solo coche que se cruzara con nosotros. De repente paró el camión y empezó a sacar grandes fajos de billetes con los que hizo varios paquetes que escondió detrás de los asientos. Acto seguido nos dio a entender que por aquella zona había bandidos que se llevaban a las mujeres… Empezamos a desconfiar de Mustafá. Por mucho que exagerara, la cantidad de pasta y el hecho de que la escondiera nos alarmó… Paramos a cenar en un desvencijado chiringuito de aquella lúgubre carretera. El encargado y dos o tres clientes nos miraban mal. ¿Serían los compinches de Mustafá? De repente entraron en tropel seis o siete turcos malcarados. Mustafá se levantó de inmediato, pagó, nos urgió a subir al camión y lo arrancó a toda prisa. Creíamos que nos perseguirían. No fue así, pero pasamos muchos nervios. Y nos quedamos con las ganas de saber de qué iba toda aquella historia.
Finalmente llegamos a Erzincan. Habíamos tardado casi 12 horas en recorrer unos 200 km. Mustafá nos llevó a un hotel, que se apresuró a decir que pagaba él. A la mañana siguiente, se ofreció a llevarnos a Teherán, pero pasando primero por Bayburt… Eran unos 1.300 km que, a su ritmo, bien podían suponer 3 o 4 días de camión. Le dimos las gracias por todo, pero ya habíamos tenido suficiente dosis de Mustafá.
Los camiones: eficaces pero aburridos
De hecho, ya había viajado en camión unos años antes, cuando con una amiga queríamos ir a París y disponíamos de pocos días. Lo ideal era encontrar un único transporte que nos llevara directos. Localicé una central de camiones y no fue nada difícil convencer a un camionero; estaba encantado de tener compañía en su largo trayecto hasta la capital francesa.
Utilicé este sistema para viajar por Europa en numerosas ocasiones, e incluso lo hice una vez en África, años más tarde, para ir de Ruanda a Tanzania. Pero no renuncié al autostop tradicional, a pelo en la carretera. El viaje en camión era sin duda mucho más rápido, cómodo y efectivo, pero perdía emoción y misterio. Dejaba de ser una aventura.

Foto: Marta Mateu