por Martí Sans

También publicado en la revista revista Ulises

De todos los libros que había en casa, mis favoritos, desde muy pequeño, eran una serie de cuatro volúmenes lujosamente encuadernados en tela roja, con preciosas incrustaciones doradas, en cuyo lomo rezaba: El Mundo Ilustrado.

Pero no era por su lujosa encuadernación por lo que aquellos libros maravillosos me fascinaban, sino porque ¡podían recortarse! Sí, han leído bien, aquellos gruesos volúmenes, una colección de revistas del 1879 al 1881, ilustradas con bellos grabados en blanco y negro y exquisitas láminas en color, podían recortarse con el beneplácito de mis padres; cosa que yo hacía sintiendo un deleite casi místico. También solía pasarme horas viajando a lugares lejanos con sus exóticas reproducciones. Más adelante, en la escuela, los usé para ilustrar trabajos, sobre Egipto, Grecia o Roma, como habían hecho antes mis hermanos mayores.

Un día mi padre me condujo a un armario, vetado a los pequeños, de donde sacó una carpeta que contenía unos extraños collages de animales antropomorfos, moviéndose en un mundo delirante. Todas las imágenes procedían de El Mundo Ilustrado. Me contó que hacía muchos años había comprado en los Encantes aquella colección de revistas antiguas para realizar esos collages. Entonces yo desconocía que mi padre, de joven, en los años treinta, fue pintor surrealista.

Sólo cuando murió en 1987, la necrofílica «cultura oficial» empezó a recuperar su obra (no hay mejor artista que el artista muerto).

En 1989, la Diputación de Teruel le pidió a mi madre un collage (que nada tenía que ver con los del armario), para la exposición El collage surrealista en España. Cuando vi el catálogo me volvió a inundar la emoción que siempre había sentido al sumergirme en El Mundo Ilustrado; los collages de Alfonso Buñuel parecían salir del mismo sitio que los de mi padre.

Recordé haberle oído contar en cierta ocasión su amistad con Alfonso, el hermano quince años menor del cineasta, pero entonces yo no estaba interesado en escuchar «batallitas» surrealistas. Una enfermedad, el dogmatismo juvenil, que sólo se cura con los años. En aquella época aún creía en buenos y malos, especialmente en lo referente a nuestra guerra incivil, y mi padre había escogido el bando equivocado.

En La pintura surrealista española (1924-1936), Lucía García de Carpi, cuenta que mi padre después de la guerra volvió esporádicamente a la técnica del collage conjuntamente con el arquitecto Alfonso Buñuel (con el que también practicaba el espiritismo), y que ambos extraían su material de antiguas revistas ilustradas.

Por la adoración que yo les profesaba, los tomos de El Mundo Ilustrado viajaron de la biblioteca familiar al cuarto de los chicos, donde dormíamos mi hermano mayor y yo.

A los 18 años, cuando mis hermanas y mi hermano mayor abandonaron la casa familiar, dejé mi antigua habitación a mis hermanos pequeños y me trasladé a la habitación de las chicas, llevándome los cuatro volúmenes de El Mundo Ilustrado, que pasaron a formar parte de mi pequeña biblioteca, entonces poblada de García Márquez, Cortázar, Camus, Kerouac, Hesse, Huxley, Orwell, Marcuse y cosas así.

En aquella época mi vida había dado un giro de ciento ochenta grados. Empecé a fumar porros y entré en contacto con «el Rollo»; mi iniciación era imparable. El cóctel de porros, música y lecturas como el Demian de Herman Hesse, dieron un vuelco absoluto a mi cabeza. ¡Demasiao!, como decíamos entonces.

Por la noche cuando todos dormían empezaba mi verdadera vida, dejaba de ser Jekyll, y me convertía en Mr. High. Fumaba mis porritos iluminándome como una luciérnaga, y conmigo la habitación entera. Podía quedarme horas enrollado dibujando, haciendo collages con materiales recortados de todas partes, sobre todo de El Mundo Ilustrado, como había hecho mi padre 30 años antes.

Pronto abandoné la casa familiar para malvivir por mi cuenta. Pero mientras estuve allí, mi doble vida requería de precauciones constantes. Solía esconder algunas hojas de papel de fumar, «la Biblia», en lugares seguros para no incurrir en el fallo fatal de quedarme sin papel en el momento más inapropiado; empecé a usar la página 99 de libros clave a tal efecto. Un buen día, por una de esas casualidades que nunca lo son, le llegó el turno al primer tomo de El Mundo Ilustrado; al abrirlo tropecé con el principio de un capitulo del viaje a Marruecos de Edmundo de Amicis, que se reproducía por entregas de un número a otro. Leí distraídamente la palabra Zeguta y esta llamó mi atención.

Unos meses antes, viajando con mi colega de correrías adolescentes, Ginger, atravesamos la península en autostop, llegando hasta Ceuta. Era nuestro primer contacto con África y nos quedamos embobados, mirando durante horas como los moros hacían sus business de cambio de moneda a la entrada del mercado; nos sentíamos en el Bagdad de Alí Babá y los cuarenta ladrones.

Cuando empecé a leer el capítulo de Zeguta quedé estupefacto:

Sin embargo, más bien que por el paisaje, recordaré perpetuamente el campamento de Zeguta por el experimento que quise hacer del famoso kif. —No pude parar de leer—. Para el que no lo sepa, debo consignar que el kif es la hoja de una especie de cáñamo, llamado hascisc, conocido en todo el Oriente por la embriaguez que produce. En Marruecos se hace de ella extraordinario consumo, pudiendo casi asegurarse que son víctimas de esa hoja deletérea, aquellos moros y aquellos árabes que en el campo y en la ciudad contemplan á los viandantes con mirada extraviada y estúpida, y andan con vacilante paso como gentes que se hallaran atontadas por un golpe que hubiesen recibido en la cabeza. En su mayor parte consumen el kif, fumándolo mezclado con un poco de tabaco, en pequeñísimas pipas de tierra cocida; algunos lo comen reducido á pasta de sabor dulce, llamada madjun, hecha con manteca, miel, nuez moscada y clavo de especia. Los efectos que produce son extrañísimos. El doctor Miguerez, que se habia decidido á hacer experimento de ellos en su propia persona, hablábame frecuentemente de los mismos, diciendo entre otras cosas, que se habia sentido acometido de un acceso de risa irresistible, y que le parecia hallarse levantado del suelo en términos de haberse agachado al pasar debajo de una puerta dos veces más alta que él, por temor de dar una cabezada. Estimulado por la curiosidad, habíale rogado repetidas veces que me diera una porcioncilla de madjun, poca cosa, para que no llegara á perder completamente la aguja de marear; pero lo suficiente, sin embargo, para poder presenciar y experimentar alguna de las mil maravillas que de la cosa me referia. Durante los primeros dias el buen doctor se excusó, diciéndome que era preferible aguardar á Fez, donde podria hacerse el experimento con toda comodidad; pero yo insistí, y al cabo, bien que un poco á pesar suyo, ofrecióme en Zeguta, en su correspondiente platito, el codiciado manjar.

Estábamos en la mesa: si no recuerdo mal comieron un poco Ussi y Biseo; más en todo caso, me es imposible decir el efecto que les produjo, pues lo ignoro: en cambio recuerdo perfectamente el que á mí me causó. Era una pasta blanda de un color violado y de un sabor como de pomada. Durante media hora, es decir, despues que comenzó la comida hasta que sirvieron el postre, no sentí novedad, de suerte que ya me estaba chaceando con el doctor respecto de sus exagerados temores; pero él me contestaba sonriendo: ¡Aguarda, aguarda!. En efecto, al llegar los postres, comencé á sentir los primeros síntomas de la embriaguez, que al principio se tradujeron en una irresistible hilaridad, acompañada de un verdadero prurito por charlar. Despues comencé á reirme de cuanto oia decir, y hasta de cuanto decia yo mismo: cada una de mis palabras y de las de los otros, parecíame un finísimo rasgo de ingenio: reíame de los criados, de las miradas de mis comensales, de mi silla de tijera mal equilibrada, de las figuras pintadas en las piezas de la vajilla, de la forma de ciertas botellas, del color del queso que comia. De repente comprendí que no tenia la cabeza en regla, y díme á pensar en algo serio para contener mis alegres impulsos. Pensé en el muchacho que aquella mañana habian querido apalear. ¡Pobrecillo! Su recuerdo me enternecia. Habria querido llevármelo á Italia, hacerle emprender y seguir una carrera. Le queria como á un hijo. ¿Y el caid Abú-ben-Gileli? ¡pobre viejo! Al caid Abú-ben-Gileli ¡le queria como á un padre! ¿Y á los soldados de la escolta? Eran todos tan buenos muchachos, siempre dispuestos á defendernos, á arriesgar su vida en favor nuestro. ¡Pobrecillos! Les queria como si hubiesen sido mis hermanos. Tambien queria mucho á los argelinos. ¿Por qué no? pensaba; ¿por ventura no pertenecen á la misma raza que los marroquíes? ¡Y qué, vaya! Seamos todos hermanos, vivamos enlazados por un mismo vínculo, es menester que nos amemos; yo amo, yo me siento feliz, y rodeaba con mi brazo el cuello del doctor que se desternillaba de risa. De repente, de tan desordenada alegría, pasé á una melancolía profunda é incomprensible. Recordé las personas á quienes habia ofendido; las amarguras que habia causado á todos aquellos que me amaba; sentíme oprimido por mil remordimientos y otras tantas reconvenciones; paracíame escuchar voces suaves, dulces, que me hablaban al oido con acento de amor y de queja; arrepentíme, pedí perdon, sequéme con la yema del dedo una lágrima furtiva que se desprendia de mis párpados. Después levantóse en mi mente un verdadero torbellino de imágenes bizarras, disparatadas, extravagantes que se desvanecian consecutivamente; ciertos amigos de la niñez completamente olvidados, ciertas palabras de un dialecto no vuelto á emplear desde que tenia veinte años, rostros de mujer, mi antiguo regimiento, Guillermo el Taciturno, Paris, el editor Barbera, un sombrero de castor que tuve cuando niño, la acrópolis de Aténas, la cuenta de un fondista de Sevilla, mil extravagancias. Recuerdo confusamente que los comensales me contemplaban sonriendo. De cuando en cuando cerraba los ojos y luego volvia á abrirlos, y no podia darme cuenta de si habia dormido ó no, de si habia permanecido en semejante situacion una hora ó un minuto. Tenia un pensamiento lúcido, comenzaba á hablar, decia por ejemplo: En cierta ocasión estuve… ¿Dónde, dónde estuve? ¿Quién es el que estuvo? Todo se habia desvanecido. Los pensamientos brillaban y se extinguian como lucecillas, fijos, revueltos, inextricables. Hubo un momento, lo recuerdo perfectamente, que el rostro de Ussi se ofreció á mis miradas cual si le hubiese contemplado en el interior de un espejo convexo, largo, estirado, inmenso; el vice-cónsul tenía una cara de dos palmos; todos los demás adelgazados, prominentes, torcidos, contrahechos como caricaturas fantásticas, que me hicieran extrañas muecas y ridículos viajes; y yo me reia, y movia la cabeza á uno y otro lado, y estaba soñoliento, y presumia que todos estaban locos, que nos hallábamos en un mundo distinto, que nada de cuanto veia era verdad, que estaba enfermo, que no comprendia lo que habia pasado, que no sabia donde estaba. Despues todo fué silencio y oscuridad. Cuando volví en mi acuerdo encontréme en mi tienda tendido sobre el lecho con el doctor al lado, que contemplándome á la luz de la vela, me dijo sonriendo: Pasóse pronto; mas ésta la primera y la última.

¡Qué maravilla! Pasaban los años y El Mundo Ilustrado no había perdido su capacidad de sorprenderme. En cada etapa de mi vida hacía volar mi imaginación. Ahora con esta deliciosa crónica de un viaje de hachís, ¡y nada menos que en 1876!, casi un siglo antes de mis porritos nocturnos.

El hachís, comparado con el alcohol, los opiáceos, la cocaína, las anfetaminas, etc., siempre me ha parecido un método de ebriedad muy razonable. Es muy difícil vivir sin ninguno alguna vez; al menos para la mayoría. Pero las razones económicas mandan, como en tantas otras cosas. Por poner un ejemplo: el 80 % de los ingresos de la DEA en Estados Unidos se destinan a la persecución de la marihuana; si ésta se legalizase la DEA debería conformarse con el 20 % de su presupuesto actual y no hay cuerpo represivo en el mundo que acepte tales recortes.

Lo que nos seduce del relato de Edmundo de Amicis es su radical sinceridad. A pesar de creer que el hachís «estupidiza», lo prueba, y no le duelen prendas en reconocer lo enriquecedor de su experiencia, que pasa por todas las fases por las que hemos pasado, alguna vez, todos los psiconautas que en el mundo han sido: Primero la impaciencia: esto no sube; más tarde la irresistible hilaridad; después las dudas, ¿me rige la cabeza?, y llegamos a la fase culminante, la empatía con el mundo: amo a todo el mundo, soy feliz, y el examen de conciencia, el arrepentimiento y, finalmente, el revoltijo de recuerdos, las imágenes bizarras, etc. Después el cansancio y el sueño.

No podemos vivir siempre bajo un estado alterado de conciencia, pero no deberíamos vivir sin haber tenido uno, al menos una vez en la vida.

Los enteógenos, y el hachís lo es, acrecientan mi compasión y mi empatía con el mundo. Cualquier catarsis a través del arte, la mística, el amor, etc. nos vuelve más compasivos.

El corazón humano hay que agitarlo antes de usarlo.