por Martí Sans

También publicado en la revista Ulises

Parece ser que el reloj de la historia marca la hora de recuperar la contracultura, la cultura hippy o como queramos llamar a aquel fenómeno que tuvo su inicio en los Estados unidos a finales de los años 60.

Esta recuperación es más o menos atinada, honesta o está más o menos tergiversada dependiendo lógicamente de cada autor y por supuesto de cada país y del impacto que tuvo entre sus gentes.

En Estados Unidos, la recuperación podría decirse que se inició en el mismo momento en que el fenómeno contracultural comenzó a declinar, al menos como moda pasajera, aunque nunca desapareció del todo ya que siempre hubo una corriente continuadora o heredera de sus presupuestos.

Un ejemplo de esta recuperación es la próxima película de Gus Van Sant, basada en el libro de Tom Wolfe Ponche de ácido lisérgico; un documento de excepción que narra las aventuras del escritor Ken Kesey que, con el dinero ganado con su novela Alguien voló sobre el nido del cuco, fletó un autobús lleno de hippies, conducido por Neal Cassady (el “Dean Moriarty” de En el camino) y recorrió Estados Unidos de costa a costa, organizando fiestas donde se regalaba ácido, se hacía música en directo y se proyectaban imágenes psicodélicas; inaugurando así, una ética i una estética que marcaría la manera de tomar el “trip” para millones de psiconautas de generaciones posteriores.

Pero esta película no es un caso aislado, el mismo Gus Van Sant tiene en su haber la esplendida Drugstore Cowboy (1989), con una memorable intervención de William S. Burroughs como reverendo yonqui, y encontraríamos en la cinematografía norteamericana miles de ejemplos más, desde Alice’s restaurant (1969) de Arthur Penn hasta Hair (1979) de Milos Forman, que también rodó Alguien voló sobre el nido del cuco (1975), que recuperan esta parte de su historia reciente. Y no se trata sólo de películas, sino de libros, conferencias, artículos de prensa, programas y debates de radio y televisión, que analizan, recrean y discuten asiduamente el fenómeno contracultural.

Por el contrario en Europa y más concretamente en la Europa del sur, la cosa cambia radicalmente, pues aquí se considera que la “revolución” importante de aquellos años gravita en torno a los sucesos del llamado mayo francés, cuya mayoría de presupuestos están hoy patentemente obsoletos (véase el culto a Mao Tse Tung).

De todos modos en el país vecino, el canal ARTE, durante tres meses (de junio a agosto) y como conmemoración de los 40 años del “Verano del amor” ha estado emitiendo cada día, películas, conciertos y documentales sobre música, paraísos hippies, hippies en los países del este y otros muchos temas, amén de debates entrevistas, etc., sobre aquellos años.

Aquí, me refiero claro esta a Cataluña, la historia local sobre el movimiento hippy brilla por su ausencia; nos encontramos en un páramo cultural, un desierto inhóspito de desmemoria.

Excepto algunos libros sueltos como los de los comiqueros Nazario y Onliyú que sólo tocan el tema parcialmente, nadie ha hecho un esfuerzo serio por recuperar “el Rollo” que es como se denominó la contracultura local, un movimiento que afectó a miles de jóvenes y cuyo centro neurálgico fue la ingestión (de ahí el tabú informativo) de drogas.

Se ha hablado, eso sí, hasta la saciedad y yo diría incluso hasta el vómito, si me permiten un arranque tan antihigiénico, de la Gauche Divine, fenómeno espurio e imperecedero donde los haya.

Nuestra sacrosanta TV3 como todo recuerdo y frente al aluvión de contenidos del canal ARTE, ha emitido hasta hoy un solo debate. Fue en junio pasado, en el programa Milenium (canal 33 a altas horas de la noche) donde bajo el título de “Contracultura” un esforzado Ramon Colom lidió con cuatro invitados sin vinculación alguna con el “Rollo” y sin nada que decir al respecto, quizás con la excepción de Ramón de España, que si alguna vez fue del “Rollo” o tenía algo que decir, aquel día no lo dijo.

Llegó al paroxismo la cosa cuando después del debate se emitió un documental, hecho en Cataluña, sobre el grupo musical, pionero del flamenco rock, Smash y su viaje a Barcelona en 1971 para grabar un disco producido por Oriol Regàs. Durante la primera parte del documental los Smash y sus amiguetes hablan de los inicios del “Rollo” andaluz. Las típicas historias, que también cuenta Nazario en su libro, sobre que los yanquis de la base de Torrejón les pasaban discos de Jimi Hendrix y tripis. Hasta aquí muy bien, después, los Smash viajan a Barcelona, y pensé ahora saldrá la “basca” del “Rollo” catalán. Pues no.

Excepto una mínima intervención de Pau Riba explicando que tuvo que alojar en su casa a los Smash y el engorro que esto le supuso, solo se hablaba en la parte catalana de la “Gauche Divine”. Oriol y Rosa Regàs, la fotógrafo Colita y Alain Milhaud, productor musical de Bocaccio, todos ellos miembros conspicuos de la “Gauche Divine”, sostenían que ellos representaron en Barcelona el mismo espíritu que se vivía en Sevilla alrededor de los Smash. ¿Y el “Rollo” catalán, acaso es la “Gauche Divine”?

Acababa de salir a la calle por las mismas fechas del programa el esperado (esperado por quienes queremos ver reflejada esta parte de nuestra historia) libro de Pepe Ribas, Los 70 a destajo.

En la presentación de este libro en la librería Laie, tiene su génesis el presente artículo.

Acudí al acto con Xavi Vidal, coordinador de Ulises. Durante la presentación, Xavi y yo nos dirigimos varias miradas cómplices; los mismos tópicos, las mismas tergiversaciones de siempre: la identificación de la contracultura como movimiento mas o menos izquierdista, el fracaso (lógicamente) del mismo, la apatía e integración de los jóvenes actuales, etc. Escuchando al señor Ribas, parecía que la contracultura local empezó y acabó con la revista Ajoblanco; y nada mas lejos de la verdad, porque ni esta ni ninguna otra publicación tuvieron demasiada importancia. Si hubo una revolución cultural importante (y la hubo) se dio en el interior de las conciencias.

Al terminar la presentación me lamenté: ¿Para cuando la historia del “Rollo” que vivimos nosotros, aquel cuyo epicentro fueron las drogas y el proceso de transformación personal que detonaron y que nada tuvo que ver o muy poco con las batallitas antifranquistas (por otro lado muy respetables)?

“Tienes que escribir un texto para Ulises”, zanjó Xavi Vidal.

Acepté el reto, aunque no estoy seguro de salir airoso, de exponer algunos recuerdos personales, esperando que los profesionales de la historia se encaren, de una vez por todas, con el impacto que tuvo en nuestro país una de las revoluciones mas importantes del siglo XX (¿llegará este día?).

En primer lugar hay que decir, en descargo de Pepe Ribas, que su libro no pretende hablar del “Rollo” sino de Ajoblanco. De acuerdo. También es justo reconocer que es honesto y respetuoso con los personajes que retrata. Y que además, y no es poco, no aburre al lector a pesar de sus casi 600 páginas.

Simplemente apuntamos que todos los proyectos que ven la luz sobre la recuperación de aquellos años o no hablan de drogas o lo hacen de forma muy parcial. Y la historia es otra, las drogas, nos guste o no, tuvieron un papel central en aquella movida. Fueron el catalizador del despertar de muchas conciencias en una generación, pionera de la psicodelia, donde miles de jóvenes anónimos creábamos una nueva cultura cada día.

Porque, esencialmente, la contracultura fue un proyecto de transformación personal y no social. Las batallas no se libraron en el ruedo político, sino en el interior de cada individuo. Y por tanto, solo se puede hablar de fracaso o éxito en el marco de la vida de cada uno.

Lo que si ha fracasado es el mayo del 68, el marxismo leninismo, el trotskismo, el maoísmo e incluso el anarquismo histórico, aunque la esencia del anarquismo, a mi modo de ver, difícilmente dejara de estar vigente. Como no han dejado de estar vigentes en miles de años, las esencias del mensaje evangélico, del Pirkei Abot, del Bhagavad-Gītā, de los sutras budistas o del Tao Te King.

Otro tópico común al tratar aquellos años es mantener que los jóvenes de los 70 éramos “enrollados” y los de ahora apáticos y volcados a un consumismo voraz. Ni lo uno, ni lo otro.

Al parecer quienes mantienen esta postura no debieron hacer el servicio militar; donde uno, al encontrarse ante un segmento bastante representativo de la España real, podía hacerse una idea del porcentaje de freaks de su generación. Por otro lado los jóvenes actuales seguidores de la onda psicodélica pueden contarse a miles, basta darse una vuelta por el Boom Festival de Portugal para comprobarlo.

Si nos atenemos a términos estadísticos, éramos una minoría entonces y lo seguimos siendo ahora.

Mi toma de contacto con el “Rollo” fue, como solía suceder casi siempre, a través de un amigo, concretamente de Oriol Perucho, el fundador del mítico grupo de free jazz Los Perucho’s.

Oriol había sido mi mejor amigo en el colegio entre los 10 y los 12 años, cuando él cambio de escuela y le perdí de vista. Un día me lo encontré por la calle, teníamos los dos 17 años. Llevaba, lo recordaré siempre, varios LP’s bajo el brazo; me dijo que tocaba en un grupo muy especial, se le veía entusiasmado con lo que hacía. Reanudamos nuestra amistad como si nunca la hubiéramos dejado. Al cabo de pocos días me presentó a sus amigos. No tenían nada que ver con los típicos pijos que poblaban mi barrio, San Gervasio, ni con los politiqueros y aspirantes a intelectual con los que me trataba en el instituto. Eran sonrientes, apacibles y parecían encantados en hacer nuevos amigos. Aquella gente me sedujo y me fascinó desde el primer momento, fue como si toda mi vida les hubiese estado esperando.

En poco tiempo conocí un montón de gente nueva. Una gran secta se escondía tras la faz gris de la Barcelona franquista, los iniciados se reconocían entre si, siempre dispuestos a acoger un nuevo adepto, electrificados por una corriente de optimismo contagioso, como dijo alguien “sus caritas eran sus pasaportes”. Los de “fuera”, no se enteraban de nada, sólo veían a unos mocosos con pelo largo y un poco estrafalarios; pobres ignorantes. Así estaban las cosas en la Barcelona de 1971, neófitos e iniciados.

Estoy hablando obviamente de gente muy joven, es decir de adolescentes. No de aquellos que se apuntaron al hippismo en los últimos años de universidad, ni de intelectuales y artistas, ni de la beautiful hippy de la calle Génova (ver nota al pie). Sino de freaks anónimos, los que nunca saldrán a la luz de la historia pero que la protagonizaron.

Todo adolescente se siente desorientado y busca su lugar en el mundo, pero algunos nos sentíamos mas desplazados que otros, mas incómodos con el medio social y familiar en el que nos había tocado vivir. Muchos de estos adolescentes nos reafirmamos y desarrollamos nuestra personalidad adoptando ideas y actitudes que rompían drásticamente con el mundo heredado por nuestras familias.

Entre estos adolescentes inadaptados y automarginados tenía su cantera el “Rollo”. Porque a mi modo de ver, por lo menos esta es mi experiencia personal, existía en muchos casos un perfil previo. Uno ya estaba marginado antes de unirse a la corriente de los marginados, sobre todo entre sus miembros más conspicuos. Por esto mi entrada en el “Rollo”, más que un encuentro, fue un reencuentro; como si por fin me reuniese con los míos, los raros, los freaks. Cientos de patitos feos nos reincorporábamos al fin a nuestra tribu natural: los cisnes. Aquello era un club de corazones solitarios, como muy bien vieron los Beatles, con un disco en cuya portada podemos ver una colección de “personajes” de la historia, heterodoxos y variopintos.

Esto, ni mas ni menos, era esencialmente el “Rollo”: una colección de “personajes” heterodoxos y variopintos con el denominador común de una inadaptación galopante. Disidentes psíquicos. Por eso no conocíamos gente nueva sino que la reconocíamos: por su ropa, su pose, sus palabras, pero sobre todo por sus caras, por sus miradas.

Durante toda mi adolescencia me sentí ajeno a mi medio social, mi barrio, mi escuela, mi familia, etc. El día que descubrí que los Reyes Magos no existían y que los niños mayores no creen en cuentos, me resigné tristemente a seguir el camino que había de llevarme a la vida adulta, una vida sin magia. Con el único consuelo de que un día sería mayor y podría abandonar la escuela, esta institución penal para hacernos olvidar la infancia.

Mi encontronazo con los alucinógenos me proporcionó la llave para penetrar de nuevo en el mundo de la infancia, del oriente mítico de los Reyes Magos, donde todos los cuentos son posibles y reales. Porque lo maravilloso y lo numinoso existen en la medida en que creamos en ello.

Supongo que algunos llamaran a esto regresión a la infancia. Pueden llamarle como quieran. El que lo ha vivido sabe de qué hablo. Como dijo alguien, en la infancia vivimos y luego sobrevivimos, y nosotros queríamos vivir a todo pulmón, como viven los niños; dejándonos maravillar por las pequeñas cosas, las cosas verdaderamente importantes. Cuando un niño ve un perro tira de la manga de su padre alucinado: “¡Un guau, un guau!”. El padre embrutecido por la rutina no ve lo extraordinario que es un perro, lo extraordinario que es el mundo que le rodea. Con la lección que enseñan los alucinógenos, no se cae en las trampas de la rutina y uno puede volver a ver el mundo con ojos de niño: maravillado.

Mis padres no entendían nada, a menudo me preguntaban: antes al menos andabas metido en política ¿pero ahora qué haces? Un día mi padre me llamo aparte y me preguntó: “¿Qué piensas hacer en la vida?”. Yo, con una sonrisa de oreja a oreja, le conteste “investigar la vida”. Al pobre hombre casi le da un infarto, el abismo generacional era insalvable. Murió sin saber en lo que andaba metido su hijo, quizás ahora, solo ahora, podría habérselo explicado, pero ya es demasiado tarde.

Para muchos de nosotros el “Rollo” fue un camino de iniciación, de autoconocimiento, de formación y aceptación de la propia identidad. Un viaje al corazón de las tinieblas, al descubrimiento de nosotros mismos. La búsqueda de una voz propia, porque no había ningún patrón a seguir sino el de la propia singularidad y esto es liberador. Y el detonante, el cabo de este hilo de Ariadna del que cada cual tenía que tirar hasta encontrar su esencia, fueron sin duda ninguna, las drogas psicodélicas: el hachís y sobre todo la LSD, pues aquello que ha sido troquelado durante sus efectos, jamás nos abandona y forma, para siempre, parte de nuestra conciencia.

Sobre la liberadora base de que todo estaba por hacer, de que nada estaba escrito y todo era posible, nos convertimos en los dueños y señores de nuestro auto diseño.

Ninguna historia seria sobre la contracultura puede soslayar esta verdad incuestionable, a riesgo de ser una falsa historia.
Alrededor de este presupuesto básico, la ingestión de drogas psicodélicas, se estructuró un nuevo rito mistérico, un nuevo sistema de valores. En definitiva un mundo nuevo, que no era el mundo utópico por el que luchaban lícitamente los revolucionarios políticos y que nos esperaba en un futuro incierto, sino un mundo que ya estaba aquí, en el interior de cada uno de nosotros.
El viaje exterior es finito, quizás no lo será cuando el hombre colonice las galaxias, pero el viaje interior es infinito. Adentro, más adentro, hasta encontrar en mí todas las cosas.

Quisimos el paraíso en la tierra y lo queríamos ya. Y lo tuvimos. Y lo tenemos aún, cuando somos capaces de vivir en el momento sin tiempo. Claro que para subir al cielo, debimos bajar como hiciera Dante, primero al infierno. E infiernos hubo muchos y variados, este fue el precio que tuvimos que pagar, y vaya si lo pagamos, algunos con la vida, otros con la desesperación o con la marginación más absoluta. Que cada uno haga su propio balance y vea si valió la pena. Mi saldo es positivo y volvería a vivirlo, pese a todos los malos rollos.

Quien no quiera polvo, que no vaya a la era.

Martí Sans

(Nota al pie) Edificio de apartamentos emblemático de la progresía contracultural barcelonesa, donde vivían arquitectos, artistas e intelectuales, así como los fundadores de la mítica sala Zeleste.