Fotografia de Maria Espeus

Días antes de que otro concierto consagrara definitivamente a la sala Zeleste como la catedral del underground español de los setenta, apareció por nuestro despacho de Aribau un tipo largo y fino. Tenía aspecto de distraído holandés errante. Ana, Fernando Mir, Agustí Palau y yo estábamos repasando los originales del número tres de Ajoblanco cuando el recién llegado, que parecía un duende, se plantó frente a nosotros ufano y sonriente. Iba con una levita gris abrochada con botones metálicos y con una gorra . Dijo que había venido en bicicleta, que usaba ese medio porque le permitía ir de un lugar a otro de forma gratuita y que en cuarenta minutos tendría que meterse en la centralita de teléfonos del Hotel Avenida Palace. Recuerdo las risas de Ana y de Fernando ante la fascinante aparición. Por lo visto el trabajo de telefonista de noche le financiaba un garito recién estrenado en la calle Espartería, junto al Borne. La tienda se llamaba Zap 275 y era pionera en la venta de cómics, guías de Ibiza y libros de budismo zen y de arte pop. Jaume Fargas contó que se había cansado de arrastrar una maleta con cómics de medio mundo por las casas de los amiguetes y los antros de la ciudad, ofreciendo las novedades under del momento. Quería números atrasados de nuestra revista para vender en su tienda. Explicó su historia con ternura y convicción hasta que se calló, clavándonos sus ojos azules esperando una respuesta. Le explicamos que sólo habíamos editado dos números y que aún no teníamos devoluciones. Afirmó que el número dos estaba causando mucho revuelo y que le molaba un huevo. Luego nos sugirió que le metiéramos una pequeña reseña de la tienda. Ana le interrogó intrigada. Fue entonces cuando explicó que había conseguido los permisos como tienda de estampas. El tipo era de Manresa, había nacido en el ambiente textil de la ciudad y por eso siempre llevaba encima y cuentahílos en vez de lupa. Conocía a Claudi Montañà desde crío y juntos habían fumado porros en muchas ocasiones con los melenudos norteamericanos que visitaban la cueva de San Ignacio. Había vivido entre los okupas de Holanda por ser prófugo y se había escondido en un barco amarrado en un canal —por lo visto los okupas de aquellas latitudes necesitaban papeles en regla— y se había traído un montón de cómics de Robert Crumb, de la Real Free Press y de los provos, movimiento que había transformado Amsterdam en la capital alternativa de Europa. Finalmente tuvo que hacer la mili; cuando la terminó, a mediados de 1973, dejó de estudiar psicología y se encontró a los de El Rrollo en el bar London. Desde ese momento se hizo colega de Miguel Farriol, El Jefe.

«Él es quien impone disciplina al grupo», remarcó. «No vayáis a creeros que no curran esos tipos en la comuna de la calle Comercio, curran como fieras aunque por las noches se desmadren con lo que haga falta.»

A partir del intercambio con los de El Rrollo, Jaume montó una reunión en su casa con todos los dibujantes underground de la ciudad y con Picarol. Luego utilizó los buenos contactos que guardaba de Holanda para importar material para los de El Rrollo y otra gente. Habló muy bien de Max, un dibujante que vivía con sus padres y se pasaba el día trabajando en Comercio, y nos sugirió que le encargáramos colaboraciones. Fernando le pidió información sobre el movimiento provo y redactó la nota sobre Zap 275. Quedamos en seguir hablando el día de la presentación en Zeleste del tebeo Diploma de honor.

Recuerdo el vestíbulo de Zeleste atiborrado de gente. En un rincón, los de El Rrollo habían instalado una parada decorada con sus revistas donde vendían el tebeo musical más contracultural de la década: Diploma de honor. Los dibujantes de El Rrollo habían ilustrado las canciones de Jaume Sisa. Montesol me tiró del brazo y me preguntó si íbamos a publicar la foto de Xavier Gassió, que hacía la mili en El Aaiun y se merecía un buen detalle por nuestra parte.
«En el tres», le respondí.
Montesol lucía una melenita renacentista bien cortada y no paraba de lanzar bromas picantes entre risitas de novicia. Me mostró sus dos páginas de Diploma de honor: L’home dibuixat y El trist i desconsolat enterrament de la meva esposa. Y me dijo que fuera con más ojo, que la revista Star vendía un montón y que no lo manoseara tanto, que se estaba poniendo nervioso. En realidad, el tocón era él. Montesol era un bromista y un tipo que se lo montaba estupendamente. Éramos muy colegas.

Pepichek había dibujado El fill del mestre y Germà Aire, una doble página que me impactó y en la que había caricaturizado a Sisa sentado en un váter con sus gafas de miope. Mariscal, el más colega del cantante, había pintado Tardor a L’Orient, Menjant Pollastre y Taronges i arròs aplicando un estilo limpio, infantil y poco estridente. Mariscal y Montesol eran los más pop del grupo frente a Nazario y Pepichek, que eran mucho más ácidos y underground. Por su parte, El Jefe, que aquel día parecía mudo ante tanta expectación, había pintado Imatges de juliol, Una nina d’or y Maniquí, y Nazario Els reis són morts. Y todos juntos habían ilustrado la canción que se iba a convertir en algo más que un hit: Qualsevol nit pot sortir el sol.
Hasta que empezó el concierto estuvieron organizando una bulla fenomenal y creo que vendieron lo suficiente para mantener la comuna tres meses o más. Con el invierno solucionado, las copas empezaron a sentarles mejor y los porros corrían como si la policía franquista hubiera emigrado al Camerún.

Fernando Mir pretendía colarse y discutía con Cristina, la chica voluntariosa y muy profesional que daba la cara por la sala Zeleste. Nazario me abordó y un tipo con una careta de Popeye y una bata a rayas de colegio, un actor de Els Comediants, me dio un empujón que me llevó a los brazos de Jaume Fargas, el más alto de los que pululaban por la zona. Jaume se alegró al verme y dijo con mucha coña que Sisa le envidiaba por sus aptitudes musicales. Jaume era un prodigio en ese arte. Tocaba correctamente el violín y el piano desde los nueve años y había acabado solfeo a los trece. Hacía poco que yo había pasado por la tienda de tesoros de la calle Espartería en busca de un libro sobre los provos para Fernando y otro para Quim. La visita resultó más que curiosa pues lo descubrí leyendo partituras musicales de Bach y Schubert. Me dijo que aquello le interesaba más que leer a Thomas Mann o a Lawrence Durrell. Le escuchaba con interés y me explicó lo mucho que le debía a Ireneu Segarra, el monje benedictino que había sido su maestro mientras fue escolano de Montserrat.

El monasterio fue un laboratorio cultural en época de penurias gracias al Concilio Vaticano Segundo. Fargas, que se había criado en la conflictiva zona textil de la cuenca del Llobregat, tuvo la suerte de vivir en Montserrat durante los tiempos en los que había que adaptar la liturgia latina a las lenguas vernáculas y hubo que rehacer textos, armonías avanzadas y nuevas músicas. Fargas compartió habitación con alumnos que con los años dirigirían las mejores orquestas de España.

Barcelona bullía libertad y la generación rebelde conquistaba los nuevos espacios. Cuando Jaume me dejó y entró en la sala de conciertos, Nazario me arrastró hasta la pared y me dio un morreo. Decía que yo era un reprimido y que necesitaba una buena paliza. En estas apareció un tipo fuerte y alto. Estaba algo pasado y, más que hablar, balbuceaba. Era Xefo Guasch, y parecía recién salido de un cómic. Era fotógrafo y cinéfilo, y miembro de una comuna famosa. Cuando pronunció la palabra Ajoblanco con entonación grotesca tuve la sensación de que me estaba dando la bienvenida al club de los sin patria. Xefo llegaría a ser esencial en la historia de Luisa Ortínez en Video Nou. La actuación de Sisa fue algo así como un carnaval surrealista en tiempos de la República. Con soles y palmeras de cartón, alegría y libertad. Su música festiva acogía la poética ramblera, popular y adolescente. Creo recordar unas gafas de sol muy oscuras, una americana azul eléctrico, unos pantalones muy blancos y la característica melena negra y rizada que blandía Sisa a todas horas. A Sisa siempre te lo encontrabas en un extremo de la barra de Zeleste, con un vaso lleno de whisky, intentando ligar. Era tan tímido como miope.
Zeleste era el nuevo santuario del underground. Desde poco antes del año 1975 promovió una fiesta musical combativa y un sinfín de contactos creativos entre músicos, arquitectos, cineastas, filósofos de la nueva ola, teatreros, dibujantes, revisteros, bohemios y estudiantes en busca de trasgresión. Acabé la noche del tebeo de Sisa en las escaleras de Santa María del Mar charlando con Fernando Mir y Picarol. Este último, poco antes del concierto, había pasado, mediante un aparato de Cine-Nic y sobre una pantalla, una sucesión de anuncios de Sisa y de los productos underground que vendía por calles y conciertos. En las escaleras, Picarol trató de contagiarnos su entusiasmo por la Onda Mediterránea, la que por fin aunaba el rock de los grupos progresivos catalanes, y nos habló de un futuro concierto funda­cional en el Palau Blaugrana. Nos propuso escribir un artículo para el número tres sobre dicho acontecimiento. Casi a coro le dijimos que sí.

Fernando me dijo antes de subir a su Vespa que le habían preguntado mucho por el Ajo y que debíamos pasar de malos rollos y esforzarnos en hacerlo mejor. Me subí y fuimos hasta las Ramblas. El aire frío presagiaba un invierno duro y seguimos nuestra charla metidos en el bullicio ramblero del drugstore del Liceo. No sé por qué le comenté a Fernando que había estado muy bien aquella noche en Zeleste pero que no confiaba en lo que pudiera dar de sí aquel underground. «Divertido sí ha sido», repetía una y otra vez. «¡Lástima que no podamos ir a la fiesta de fin de año de Zeleste!», exclamó Fernando.

Muntatge fotogràfic realitzat pel propi Jaume durant la fatal malaltia que va patir.

Publica la web sense nom per cortesia de Eulàlia Fargas i Pepe Ribas
Des de lwsn volem transmetre el nostres agraïment i afecte a Eulàlia Fargas

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