Entrevista realizada por Mariano Antolín Rato y publicada en el tercer número de la revista Primera Línea, junio de 1985.

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Antonio Escohotado ocupa —a sus cuarenta y pocos años— un lugar destacado dentro del panorama de la filosofía española actual. Profesor de Ética y Sociología en la Universidad a Distancia, autor de varios libros e incontables traducciones, ha vivido unos quince años en Ibiza, donde fue promotor del mítico Amnesia. Hace un par de años fue detenido y acusado de tráfico de cocaína – un asunto muy polémico que saltó a los periódicos, provocando réplicas y reacciones airadas -, y en la actualidad reside en Madrid y colabora asiduamente en la prensa. No hace mucho fue Ministro de Sanidad en «Si yo fuera Presidente». Un tipo polifacético y con una buena entrevista, vamos…
Una calurosa tarde de principios de primavera me recibe en su casa, situada en las cercanías del clausurado Rock Ola —tal vez se trate de una casualidad, pero Antonio Escohotado es un excelente guitarrista y conocedor del rock—, y allí, con cervezas y otras hierbas, hablamos durante varias horas. Empieza con su currículum.

A principios de los años sesenta, en plena efervescencia política, recién terminada la carrera, me fui a París. Allí, en la primera librería me encontré con el libro de Marcuse, «Eros y Civilización», que me cambió el punto de mira. Me di cuenta de que había que ir por otro lado. Que había que intentar una síntesis de Freud y Marx. Luego, me hice doctor y di clases en la Facultad de Derecho y en la de Políticas, de Madrid. También era funcionario de Hacienda, asesor de Editora Nacional y colaboraba en TVE. Mi tesis doctoral fue sobre Hegel y Kant, y con parte de los materiales de esa tesis, escribí «La conciencia infeliz», subtitulada «Ensayo sobre la filosofía de la religión en Hegel», que publicaría Revista de Occidente, en 1972, y ganó el Premio de la Nueva Crítica del año siguiente. Antes, en 1969, había publicado en Alianza Editorial un libro sobre Marcuse.

Creo que en el año 1966, publicaste un trabajo sobre los alucinógenos en la Revista de Occidente que pasa por ser el primero que apareció en España sobre el tema. ¿Cómo lograste que una publicación tan seria, fundada por Ortega y Gasset, consintiera en incluir en sus páginas un escrito sobre un asunto tan escabroso?

—Eso fue muy divertido. El trabajo tenía mucha bibliografía y notas a pie de página. En «Revista de Occidente» vieron el lado Huxley, el lado William Blake, que es un precedente muy importante. Y en aquella época todavía no había llegado el primer latigazo de la reacción norteamericana. De hecho, por esas fechas, el LSD no era aún ilegal. Recuerda que por entonces Ken Kesey y los Merry Pranksters andaban por Estados Unidos, de costa a costa, en un autobús viajando en ácido. Así que en el sesenta y tantos en España aquello no soltaba el tufillo a droga que tendría después.

LA UNICA SOLUCION ES LA INDIVIDUAL

Todo eso coincide con tus primeras experiencias con ácido. ¿Cómo llegaste a ellas y qué relación tienen para ti con el ejercicio de la filosofía?

—La decisión fue investigarse, abrir esas puertas de los recintos secretos del interior de uno mismo, donde lo normal de la conciencia es temer que aparezca un monstruo, el horror absoluto, el demonio y, sobre todo, la locura que es lo que está por debajo de todo eso. Nosotros (Escohotado dice “nosotros”, porque por aquella época vivíamos en la misma casa y compartimos los primeros viajes de ácido) quisimos pinchar esa burbuja de locura, lo que era al mismo tiempo la liberación sexual prevista por la teoría de la represión del psicoanálisis, la liberación social prevista por el marxismo y, además, una solución individual. No se trataba de esperar a que una clase social o estamento nos ayudase, era una cuestión tuya o mía o de fulano. Amigos de entonces, como José Mari Maravall (hoy ministro de Educación y Ciencia) me decían: «No hay solución individual», y yo dije: «La única solución es la individual». Queríamos vivir, y vivir es romper con la rutina. La ventaja de las drogas interesantes, es decir, de los alucinógenos, es que una vez que se han tomado, y se han tomado bien, con el debido respeto que merecen, uno casi ni las necesita. Bajo ciertas condiciones favorables se puede llegar al estado que producen, pues dejan una huella permanente, una generosidad, un ánimo inmenso. Probablemente, mis primeras experiencias con el ácido fueran las que marcaron la necesidad de una profundización filosófica ya incondicional.

¿A qué te refieres cuando dices que hay que tomar bien los alucinógenos?

—A que considero un uso sensato tres o cuatro ácidos anuales. Hubo una época en que llegué a tomar veinte o así al año, pero la media de todos los años no pasa de cuatro o cinco. Y sobre lo de la filosofía, la sensación que tengo yo con el ácido se parece mucho a aquel fragmento de Heráclito que dice: «Cómo ocultarse de lo que nunca se pone» (sobre Heráclito y los otros filósofos presocráticos, Escohotado ha publicado un libro en 1975). No hay modo de apagar la luz, de bajar la persiana. El ácido me abrió los ojos o, mirado desde otro punto de vista, me los cerró, me obligó a mirar hacia dentro.

Alguna vez has opinado que la alarma que provocó el LSD hizo que la gente se volviera contra las drogas psicodélicas antes de que se estableciera su valor, que la historia de los alucinógenos es una historia sin terminar.

—El horror especial que produjo el LSD en el mundo fue que no se le podía llamar un narcótico, que la gente lo tomaba con objetivos que se podrían incluir en la religión, aunque fuera una religión más parecida a la de Dioniso que a la de la Virgen María. Pero siempre con la finalidad de tomar contacto con la naturaleza de uno y de los otros, siempre con deseos de romper murallas de rutina o temor. Aunque a mí me parezca muy estúpido el misticismo al respecto, siempre hay algo especial en el hombre que se atreve a conjurar los demonios de la demencia, y siempre ha habido algo religioso en los alucinógenos. Por ejemplo, en la antigüedad el problema de las drogas estaba regulado por el secreto religioso. Parece posible que el ácido o un derivado se utilizase en los Misterios de Eleusis, una institución que duró unos veinte siglos, desde el siglo XV antes de Cristo, al V, después; tanto como el cristianismo. A Eleusis acudieron Pausanias, Platón, Marco Aurelio, Píndaro, Sófocles… Les daban agua de cebada, un sacerdote les contaba el mito de Deméter, y las dos mil personas reunidas se ponían a viajar. Una ceremonia de enorme poder. Pero esas personas estaban obligadas a no decir nada de los misterios. En concreto fue Alarico el que destruyó Eleusis, aunque no se atrevió a saquearlo porque le dio miedo.

Preparas un largo estudio sobre las drogas que se va a titular «Pharmakon, del rito al delito» ¿Cómo pasaron las drogas de ser consumidas religiosamente a ser perseguidas?

—El problema actual viene de largo, claro. Hasta que llegó la Revolución Francesa o la norteamericana, la estructura del gobierno se entendía como una pirámide en cuyo vértice estaba Dios. Y la representación de Dios en la Tierra era el rey. Con esas revoluciones llega la secularización. Cada cual toma a su semejante como verdadero semejante y le da libertad, con su contrapartida de responsabilidad individual, que es lo que implica reconocerle como ser humano. Esto es lo que plantearon Jefferson, del cual está a punto de aparecer una edición mía de sus escritos, con prólogo, notas y epílogo, la primera en España, y también Robespierre, Montesquieu o Rousseau. Pero en ese momento aparecieron corporaciones formadas por los que hasta entonces sólo habían sido sujetos aislados, pero que empezaron a congregarse y a formar poderes mundiales de enorme transcendencia. Me refiero a la Asociación Médica Norteamericana, a la farmacéutica, a la psiquiátrica. Son grandes poderes que desde el principio surgen con la finalidad de controlar los fármacos psicoactivos y de sustituir el tratamiento teocrático de la Inquisición hacia las desviaciones en general, y no sólo hacia la droga, por un tratamiento llamado “científico”

LOS INQUISIDORES CAMBIAN LA SOTANA POR LA BATA BLANCA

¿Entonces, los médicos y los psiquiatras sustituyen a los sacerdotes?

—Eso es. Los inquisidores están siempre vestidos con sotana o con bata blanca. Pero lo científico de los inquisidores de bata blanca, médicos y psiquiatras, aunque en algunos casos sea evidente, en la mayoría de los casos no lo es. Sobre todo a la hora de tratar la desviación mental. Tú me dirás qué tipo de tratamiento le puede dar un psiquiatra a un exhibicionista. Se lo mandan los poderes públicos y ¿qué terapia concreta utiliza? Ninguna. Le puede dar el viejo varapalo. Descargas eléctricas en los testículos. Pero eso no es tratamiento, es disuasión. Ahora por poco de acuerdo que se ponga tu mujer y un abogado, consiguen que te lobotomicen, o te den electroshocks. Hay un paternalismo que dice que hay que tratar a las personas incluso contra su voluntad.

Y en la actualidad ¿qué pasa? ¿Siguen utilizándose esos procedimientos?

—Yo a veces he preguntado a los poderes policiales: ¿Y cuándo toman ustedes declaración al yonqui? Siempre lo hacen cuando está en el síndrome de abstinencia, con el mono.

Y en el caso de tu detención ¿se utilizó la delación y el tormento? Supongo que no te importará hablar de tu asunto.

—No demasiado. Mi situación actual es kafkiana. Hace dos años, en marzo del 83, fui detenido y acusado de tráfico de cocaína. Todavía no se celebró la vista, no sé cuál es la responsabilidad que se me pide en este momento. Simplemente sé que he sido procesado. Me quejé y me opuse en su momento, y estoy esperando a ver qué diablos pasa. Pero el único modo que tengo de asumir esto, que es como si en la Edad Media me hubieran declarado brujo, es tirar para adelante. Y tirar para adelante, en mi caso, es pensar, investigar. Investigar es tratar de encontrar las razones por las que yo acabé en una mazmorra húmeda. Pero no creo que las cosas que me acontecen sean ajenas a lo que yo soy. Lo que pasa es que las novelas no se acaban en la primera parte, y la novela de mi vida está en la primera parte y no sé dónde me llevará.

Cuando te detuvieron escribiste cartas y artículos en los periódicos, mantuviste polémicas públicas. Insisto, ¿hubo en tu caso delación y tormento?

—No tormento en el sentido de lesionarme, porque afortunadamente no lo hicieron, pero sí el tormento de hacerme aparecer ante otras personas enormemente peligrosas como un delator, un confidente, crearme la sensación de que mi familia o yo podríamos ser mutilados lastimosamente en cualquier momento.

¿Pero esas amenazas venían de parte de la policía?

—No, las amenazas directas nunca vinieron de parte de la ley. Me vinieron de parte de un par de confidentes. A los miembros del anillo de consumo, digo yo, aunque la policía lo llame red de tráfico, se nos impidió comunicarnos, para que alguno de nosotros sospechara que el otro había vendido a los demás. A esto es a lo que yo llamo tortura. Pasarse los días y las semanas pensando que alguien que está armado puede venir a matarte o a hacerte un daño irreparable.

NO ERA PARANOIA, ME PERSEGUIAN DE VERDAD

¿Hubo por parte de la policía utilización de procedimientos poco legales en tu caso?

—Ahora te lo cuento. Mi caso es uno de esos delitos que los sociólogos norteamericanos llaman crímenes sin víctima, que no pueden ser perseguidos como los demás delitos porque no infligen una lesión real a alguien. Algo parecido a lo que le pasó al recordman mundial y campeón olímpico de cuatrocientos metros vallas, Meses, con aquella prostituta disfrazada de policía, o mejor policía disfrazada de prostituta, que le abordó en la calle. Un típico caso de delito provocado. O sea, son seis o siete meses, de preparación de una operación donde un usuario fe drogas debe ser atrapado. Y puede serlo, porque poco a poco va creciendo a su alrededor algo que no controla. Se va urdiendo la trama. El tipo percibe oscuramente algo, pero caer en la paranoia sería pensarse demasiado importante

Pero no es paranoia, es que le persiguen de verdad.

—Exacto, pero eso uno sólo puede decirlo cuando realmente han pegado unos balazos al lado de su cabeza y ve que le meten en la celda oscura. Entonces sabe que no es paranoia.

HAY QUE DESPENALIZAR LAS DROGAS

Recientemente Fernando Savater, entre otros, ha hecho declaraciones públicas con respecto a la legalización de las drogas. ¿Cuál es tu postura al respecto?

—Me encanta que me preguntes eso. Antes quiero añadir que Savater cada vez afina más y es más valeroso. Verás, yo creo que con respecto a las drogas, como a la prostitución o la homosexualidad, es decir, a todo lo que se podrían llamar cuestiones de conciencia, lo único que se puede hacer es despenalizarlas. Eso no es cuestión de ley, como no es cuestión de ley perseguir a brujas o herejes. Creo que hay que despenalizarlas, no legalizarlas, y prohibir la propaganda. Es decir, creo que hay que empezar prohibiendo la propaganda del alcohol y del tabaco, siempre que sea tabaco este Marlboro que estoy fumando, claro. Y lo mismo de las medicinas. Y la mayor propaganda que se les hace a las drogas es prohibirlas. Figúrate el glamour que tiene la heroína prohibida.

¿Qué opinas tú de la distinción entre drogas duras y drogas blandas?

—Esa clasificación es legal. Es lo mismo que trató de mantener el famoso comité de expertos de la Organización Mundial de la Salud, organismo de la ONU, que en sesenta años no han podido definir lo que significa “toxicomanía”, “dependencia”, “hábito” y “estupefaciente” y que, sin embargo, ha estado dictando regulaciones y normas para todo el mundo. Yo creo que clasificar a las drogas en duras y blandas es exactamente igual que clasificar las aguas en bendita, pesada y del grifo.

LA REVOLUCION SEXUAL

En tu biografía quedamos en cuando te fuiste a Ibiza. ¿En qué año lo hiciste y por qué? ¿Te fuiste a hacer el hippie?

—Me fui el año 1971, o quizá el setenta, no lo sé con exactitud. Sigo teniendo casa en Ibiza. ¿Que por qué me fui? Esto te va a divertir. Me fui por la revolución sexual (risas); pero una revolución que empezaba por mí mismo. Se trataba de follar bien, mucho o poco, pero bien. No sé si me fui en plan hippie, la verdad. Pero creo que el hippismo siempre tenía algo místico, un intento de buscar un gurú o la salvación, que no me interesa nada. Me atrajeron los hippies norteamericanos, que a sí mismos se llamaban freaks, si es que se llamaban de alguna manera, porque una de las ventajas de esa bandera era que no tenía bandera, que carecía de símbolo ritual. Fue, de hecho, uno de los pocos movimientos que terminó sin holocausto.

En Ibiza tuviste un club que se llamaba Amnesia, incluso se cuenta que tocó Brian Eno allí.

—Sí, Brian Eno, y otros como Bad Company, o músicos de sesión americanos o ingleses que grababan con gente importante. Pero en plan de amigos, no contratados. Amnesia fue algo muy atractivo para Ibiza, un sitio donde estábamos sin molestar a nadie y sin que nadie nos molestase.

¿Y el nombre?

—En principio pensé en llamarlo Taller del Olvido, pero era muy largo, y pensé que Amnesia podía expresar un poco lo que me había llevado a Ibiza. Que era olvidar lo que anteriormente había sabido, tocado y aprendido, y aprender a tocar, saber y aprender de nuevo. La cosa terminó cuando llegó el invierno, la gente dejó la isla, y pensé que aquello ya me había enrollado un año y que, desde luego, lo mío no es ser propietario de un lugar de esparcimiento público.

Tú trataste de formar una banda de rock, ¿no?

—Yo siempre había tocado la guitarra y cantado. Empecé en los guateques, pero luego me pasé al rock and roll con ayuda de aquel grupo que se llamaba Los Estudiantes, y de Rafa Aracil. Hacíamos el rock de los Shadows y Cliff Richard, el de Jerry Lee Lewis y gente así. Luego tuve una recaída, y estuve un par de años, más o menos, tocando las cursilerías de la Baez, Judy Collins y Pete Seeger, que ahora me resultan inaudibles. Fue como un paso del bolero de los guateques, á la canción protesta; y luego, como Dylan, de nuevo me pasé al rock. Dylan me sigue apasionando.

¿Y la banda de Ibiza?

—Yo entonces ya tenía treinta años, y formé la banda con intención de dedicarme profesionalmente a la música. Luego me di cuenta de que era demasiado complicado. Yo iba de compositor y cantante. Hacíamos una especie de rock californiano. Bueno, y también de Arizona y de muchos otros sitios. Algo así como Lynyrd Skynyrd, J.J. Cale, y country rock. Pero para entretener con música a la gente hace falta mucho trabajo, y yo no estaba dispuesto a ponerlo. Me interesaban más otras cosas. La investigación intelectual y la liberación personal no conjugaban con el esfuerzo de la música, al menos en mi caso. Así que seguí publicando libros, traducciones, artículos, que era de lo que de verdad vivía.

EL DEPORTE ES EL PRECIO DE LA GLORIA

Hace poco escribiste una especie de necrología de Víctor Palomo en «El País», ¿por qué?

—En principio creo que el deportista tiene unas extrañas analogías con el yonqui. Es otra vez un sujeto que ha sido exprimido y que hay que sacarle todavía la última gota de zumo. Tú coges a un chaval de seis años y le dices que puede ser importante, famoso. Desde entonces le sometes a un estricto control de su tiempo. Le das un baño de fármacos que transforman su cuerpo y su conciencia profundamente. Su vida se convierte en ir un poco más deprisa o un poco más allá medido en centímetros. Y lo tienes así hasta que a los veintiocho o veintinueve años se convierte en algo desechable, como un envase. El deporte actual es el precio de la gloria. Si uno cree que es mejor la fama a tener algo de lo que enorgullecerse, se dedica a ser machacado por la propia vanidad. A Víctor Palomo, que era amigo mío, le he visto como un hombre que a los veinticuatro o veinticinco años ya no tenía nada que hacer. Fue campeón de motos, de esquí acuático, de bobsleigh. Se la había jugado como Julio César, macho, y muchas veces. Pero no era una empresa digna.

Tú has tomado esa nueva substancia que en Norteamérica llaman Ecstasy (Éxtasis) y que dicen que es mejor que el ácido, ¿cómo te ha ido?

—A mí me la ofrecieron hace un par de años, un tipo extraño, un persa. Y me estuve preguntando durante horas qué sería aquello que había tomado. A mí me produjo la sensación de derretirme. Algo sorprendente. De derretirme afectivamente. Empezaba a derramarme sobre la mesa.

Dicen que es un gran afrodisíaco, al menos los universitarios norteamericanos la toman para el sexo, creo.

—Lo que pasa es que a mí me tocó con una anciana de ochenta y siete años. Y tuvimos momentos de gran elevación, pero obviamente no se consumó nada.

Pero, ¿es distinta al ácido?

—Muy distinta. En el sentido de que nunca llega a producir una alucinación. Es un poco como una inmersión en una pecera. Después de ese momento con la anciana que te decía, solos los dos, me dio un poco de susto. A mí me dijeron que la fabricaban en Houston.

He leído que ha sido identificada como un derivado de la anfetamina.

—Tal vez sea una partida, porque tengo entendido que cambiaban la fórmula para que no pudiera ser detectada y perseguida por los antinarcóticos.

Y en este punto, más o menos, fuimos interrumpidos por la asistenta que llevaba toda la tarde limpiando la casa y quería cobrar. Además habíamos bebido y fumado mucho, tal vez demasiado, y decidimos irnos a la calle a seguir. Continuamos hablando de muchas cosas, como también muchas cosas no han sido recogidas aquí por cuestiones de espacio. La noche de Madrid fue acogedora con nosotros.


Mariano Antolín Rato

Cortesía de Alejo Alberdi para la web sense nom